Un par de centenares de estudiantes nacionalsocialistas se reunieron en la sala de fiestas del hotel "Union" de Munich para celebrar las solemnidades navideñas. Se había invitado a Hitler y las altas jerarquías del partido, aunque sin prever tan siquiera lejanamente que el "jefe" aparecería. De pronto, le encontramos entre nosotros, mostrándose tan divertido como no le habíamos visto jamás. En el tono de su voz hubo una mezcla de orgullo y ternura al efectuar la presentación:
—Mi sobrina, la señorita Raubal.
La muchacha que estaba al lado de Hitler era de estatura mediana, bien formada, con el pelo moreno levemente ondulado y alegres ojos de color castaño. Un rubor confuso teñía sus redondas mejillas cuando penetró en la sala y comprobó la sorpresa que su aparición provocaba. También yo quedé sorprendido, no por la belleza de la muchacha, sino por la presencia de una mujer joven junto a Hitler en un acto público como era aquél.
Había oído hablar anteriormente de ella y sabía que Angela Raubal, llamada Geli, de veinte años de edad, era la hija de la hermanastra de Hitler. Tres años antes (en 1925) había traído a la madre y luego a la hija desde Viena, donde se hallaban. Su hermanastra, la viuda Raubal, le hacía los trabajos caseros en "Casa Wachenfeld", en Obersalzberg, mientras la sobrina tomaba clases de canto en Munich. "Tío Alf" se había ofrecido a cuidar de los estudios de Geli, tras haber interrumpido ella la carrera de medicina que cursaba en Viena por causa de su poca predisposición para las clases de anatomía.
Aunque el detalle ha sido luego objeto de discusión, puedo asegurar que ella llamaba a Hitler "tío Alf". Lo oí claramente aquella noche, en la fiesta navideña. Nos hallábamos sentados a las mesas, cubiertas por blancos manteles, al resplandor de las velas; Adolfo Hitler estaba a su izquierda y yo a su derecha. Ella le llamaba con voz clara y alegre "tío Alf'. Recuerdo que me sorprendió, aunque no sabría decir a ciencia cierta por qué. Él charlaba con ella animadamente, le cogía la mano y sonreía constantemente. A las once en punto se levantó y abandonó en compañía de Geli la fiesta, que se hizo a partir de aquel instante bastante más aburrida. Tuve la impresión de que ella se habría quedado de buena gana bastante más tiempo.
En los círculos muniqueses del partido se habló pronto de todo aquello: Hitler experimentaba hacia su sobrina unos sentimientos que no eran los estrictamente familiares. Pero los cantaradas del partido hacían sus comentarios en voz muy baja, como si intuyeran que Hitler no estaba dispuesto a admitir bromas en aquel asunto.
El primero en tener conciencia de aquella intuición fue su chófer, Emil Maurice, que llevaba largos años a su servicio y había sido uno de los primeros miembros de las S.S. Fue despedido sin contemplaciones por haberse atrevido a ir a buscar a Geli a la habitación de la pensión donde ella vivía, en el Jardín Inglés.
La segunda víctima fue el gauleiter Munder, de Wurtenberg. Recibió una destitución fulminante por haber comentado que el jefe del partido llevaba a pasear a su sobrina en el "Mercedes-Kompressor" y los dos iban de compras a los comercios más caros de la Maximilianstrasse.
En los dos años y medio siguientes tuve con frecuencia oportunidad de habituarme a aquella desigual pareja. Nos veíamos en los conciertos de la Filarmónica o en la Ópera. Y cuando iba a Obersalzberg a visitar a Hitler, encontraba también muchas veces a Geli allá. Supe por Heinrich Hoffmann, el fotógrafo de Hitler, que había tenido que acompañar muchas veces a éste y Geli en los paseos que hacían al lago Chiem. Hitler parecía gustar de aquellos paseos, en especial cuando Geli le acompañaba. Y cuando en el otoño de 1929 alquiló una nueva vivienda en el número 16 de la Printzregentenplatz, llevó allá a su ama de llaves... y a Geli.
Muy pronto estuvieron acostumbrados a la presencia de Geli todos cuantos trataban habitualmente con Hitler. Lo cierto es que preferíamos que estuviera presente, puesto que en tal caso no se entregaba Hitler casi nunca a aquellas penosas escenas, con interminables monólogos y tremendas acusaciones, con que obsequiaba, no solamente a los adversarios políticos, sino también a los amigos y colaboradores. La presencia de Geli parecía obrar sobre su carácter efectos benéficos. Por su parte, ella era sencilla, espontánea y muy femenina.
Algo tengo que confesar: nunca me interrogué entonces sobre las relaciones entre Geli y su tío, veinte años mayor que ella. Para mí, Hitler era un ídolo político, un hombre que desde una tribuna podía provocar el entusiasmo de millares de personas. La vida privada de aquel hombre no me interesaba, y si algo vi o escuché, no lo tomé entonces en consideración.
Heinrich Hoffmann me contó más tarde que Hitler le había confesado su amor por Geli. Pero no podía casarse, porque sus partidarios esperaban de él que se entregara por entero al pueblo, sin limitaciones ni reparos, sin obligaciones familiares. Heinrich Hoffmann me habló, asimismo, sobre los celos exagerados que Hitler sentía: ningún hombre podía acercarse a la muchacha y ella tenía que darle cuenta estricta de su tiempo cuando salía para algo. Fue precisa toda la fuerza de convicción y la diplomacia de Hoffmann para que Hitler permitiera a su sobrina asistir a una fiesta de carnaval. Aquello debió ser hacia 1930.
Hitler quiso de pronto demostrar lo generoso que era y ordenó que acudiera el modista Ingo Schröder con una selección de disfraces. Geli escogió para ella un traje hindú, pero su tío consideró que era demasiado atrevido. Adquirió para ella un vestido de noche; un vestido caro para lo que se acostumbraba entonces. Así ataviada podía asistir Geli al distinguido y acreditado "bal paré" que se celebraba en el "Deutschen Theater". Heinrich Hoffmann y
Max Adam, director de la editorial del partido, fueron designados para acompañarla.
¿La amaba Hitler? Con toda seguridad, la admiraba y la reverenciaba, mientras ella, por su parte, se sentía halagada de que aquel hombre, cuya sola presencia provocaba el entusiasmo de las multitudes, buscara su compañía. A este halago sacrificó durante cuatro años su libertad, quizá su felicidad como esposa, y finalmente, su propia vida.
Rn la mañana del día 18 de septiembre de 1931, Angela Raubal fue hallada muerta en su habitación. A su lado, en el sofá, apareció una de las pistolas de Hitler.
Éste se había ido el día anterior a Nuremberg, donde quería asistir a algunas concentraciones electorales. Hess llamó inmediatamente al hotel "Deustcher Hof", pero Hitler se había marchado ya. Un "botones" del hotel fue rápidamente enviado en un taxi con el recado de que Hitler regresara inmediatamente y desde Nuremberg llamara a Hess. Éste le dijo por teléfono que Geli había sufrido un accidente. Cuando Hitler llegó a su domicilio, en la Prinzregentenplatz, de Munich, el cuerpo había sido ya trasladado al instituto médico legal.
Las indagaciones de la policía dieron como resultado saber aue Geli había estado un día antes de la marcha de Hitler en Obersalzberg. Hitler la llamó telefónicamente y ella regresó. Cenaron juntos. El ama de llaves de Hitler, señora Winter, oyó una discusión, pero no entendió de lo que se trataba. Poco después llegó Heinrich Hoffmann. que iba a buscar a Hitler para salir hacia Nuremberg. Los dos hombres estaban ya en escalera, cuando Geli les dijo adiós desde la puerta. Hitler volvió sobre sus pasos, mientras Hoffmann continuaba su camino. Poco después, Hitler se reunió con él.
El ama de llaves, señora Winter, declaró que Geli parecía muy excitada y que Hitler había tratado, en vano, de calmarla. Cuando se hubo marchado, dijo Geli a la señora Winter:
—La verdad es que no me entiendo ya con tío Alf.
Tras la noticia de la muerte de Geli, Hitler estuvo a punto de caer en la más absoluta desesperación. El chófer Julius Sehreck, sucesor de Emil Maurice, se vio precisado a llevarse, por orden del directorio del partido, la caja de pistolas que Hitler tenía siempre en su domicilio. Durante dos días y dos noches, Strasser, Goering y Hess no dejaron un solo instante de hacerle compañía.
El lunes, 21 de septiembre, los periódicos dieron la noticia del "suicidio en casa de Hitler". Su mayor preocupación estribaba en que sus enemigos trataran de sacar algún provecho político de aquella tragedia. Pero, a decir verdad, la prensa apenas aprovechó de manera sensacionalista lo ocurrido. Geli fue enterrada en Viena. Los días que precedieron al entierro, Hitler se encerró en la villa que a orillas del lago Teger tenía el impresor Adolf Müller, en cuyos talleres se imprimía el Voelkischen Beobachter [30]. Heinrich Hoffmann le acompañaba. La noche siguiente al entierro visitaron la tumba, en el "Zentralfriedhof" de Viena. En su condición de apatrida, Hitler solamente pudo entrar en Austria mediante un visado especial.
Para el círculo íntimo que rodeaba a Hitler, el suicidio de Geli siguió siendo un enigma. Solamente Heinrich Hoffmann sabía que a ella le unía gran amistad con un joven médico vienes, del que acaso estaba también enamorada. Claro que ello no era por sí solo razón bastante para que Geli se quitara la vida. Desde hacía dos años era mayor de edad y nadie podía oponerse legalmente a su voluntad. Sin embargo, en el amor de Hitler hacia su sobrina debía haber algo tan acongojante, que ella consideraba su vida en común tan insoportable como una ruptura.
¿ Hubiera variado la trayectoria de Hitler y con ella el destino de todos nosotros en el caso de que hubiera podido efectuar un matrimonio feliz? Puedo asegurar en el momento presente que nunca amó a otra mujer como a Geli Raubal. Pero no soy de la opinión de que un matrimonio con aquella muchacha o, en general, un matrimonio de Hitler, hubiera variado las cosas. Quien le conoció debe rechazar como absurda la hipótesis de que una mujer hubiera podido influir en él, bien llamándose Geli Raubal o, más tarde, Eva Braun. Tengo la opinión de que en sus relaciones con las mujeres, Hitler experimentaba a un tiempo una gran tensión erótica y una fuerte inhibición sexual. Y quizás un análisis de su ansia de poder, su fanatismo y su demoníaco furor destructivo nos llevaría a la conclusión de que no estaba en situación de hacer la felicidad de la mujer a la que amaba.
En las historias de aquel período se habla profusamente de financiadores secretos procedentes del mundo de la gran industria y las altas finanzas. Lo cierto es que entre 1924 y 1929, Hitler no disponía de aquellos fondos. Hasta 1929, el partido tuvo que vivir exclusivamente de la contribución que mediante las cuotas hacían sus miembros. La cuota mensual era de un marco, del que veinte pfennig correspondían a la jefatura central de Munich. Los 100.000 miembros del partido (a finales de 1928) significaban así 240.000 marcos anuales. Los empleados y unos pocos jefes del partido y las S.A. percibían unos modestos sueldos (por ejemplo, el gauleiter de Berlín, doctor Goebbels, doscientos marcos), y a pesar de ello, la mayor parte de los ingresos se empleaban en gastos de personal y alquileres. El resto estaba destinado a la lucha electoral.
Hitler no percibía sueldo alguno del partido. Oficialmente, sus medios de vida eran los derechos que producía su libro Mein Kampf y el pago de los artículos editoriales que publicaba en el Voelkischen Beohachter. En los momentos en que la tirada era cada vez mayor, cobraba unos ochocientos marcos por artículo. La editorial del partido pertenecía al N.S.D.A.P. y Hitler era su consejero principal. Max Amann, que había sido sargento mayor en la misma compañía que Hitler durante la guerra, dirigía la editorial de acuerdo con unas orientaciones estrictamente comerciales. Los miembros de las S.A. y las S.S. venían a ser una especie de promotores gratuitos de las publicaciones, y en aquella época, Hitler daba más valor a una suscripción al Voelkischen Beohachter que a un alta en el partido.
Los ingresos obtenidos por Hitler como escritor son conocidos gracias a las declaraciones de impuestos:
1925 — 19.842 marcos
1926 — 15.903 marcos
1927 — 11.494 marcos
1929 — 15.448 marcos
Frente a estos impuestos, los gastos eran casi el doble. Para justificarlos, declaró ante la oficina de finanzas que había solicitado préstamos bancarios hasta cubrir la diferencia y solicitó la exención de impuestos para los intereses de la deuda. Luchó con el fisco por la deducción de los costes de su propaganda hasta mucho después de llegar a canciller del Reich. Y finalmente, en 1934, fue promulgada la disposición por la que se condonaba la deuda de 405.494 marcos que el canciller del Reich tenía con el fisco.
Quien vivió tan cerca de Hitler como yo mismo, sabe que las declaraciones de impuestos antes transcritas eran, sin ningún género de dudas, falsas. Cierto es que ganó y gastó más dinero. Pero no menos cierto que carecía entonces de financiadores secretos. Él era su propio "manager".
Porque Hitler resultaba una atracción para muchos que no eran nacionalsocialistas. Se acudía a sus discursos como podía hacerse a un número de varieté. Así es que se exigieron localidades de entrada, se vendieron folletos y publicaciones del partido y por doquier aparecían las huchas para efectuar cuestaciones entre los asistentes. Los fondos así recogidos ascendían en ocasiones a bastantes miles de marcos. Hitler no exigía honorarios como orador, sino solamente el pago de los gastos. El importe no se calculaba según los justificantes y desembolsos, sino sobre el beneficio real dejado por la asamblea. Hitler no se ocupaba personalmente de todo aquello, sino que delegaba a su factótum y "mariscal de viajes" [31]Julius Schaub para que tratara con los dirigentes del "gau" o la jefatura comarcal. La desmedida actividad del N.S.D.A.P. — donde otros partidos organizaban una reunión, nosotros hacíamos cinco — tenía, por tanto, unos motivos financieros también. Por mi parte, financié también la "Liga de Estudiantes Nacionalsocialistas" y la Juventud Hitleriana mediante la fórmula de las asambleas.
Para Hitler fue el año 1928 muy flojo, tanto desde el punto político como financiero. Me pareció entonces adivinar que se había resignado enteramente a ello y consideraba el movimiento tan sólo como base para una vida independiente.
El mismo Hitler, que en las asambleas o ante las formaciones de las S.A. repetía constantemente que la victoria estaba al alcance de la mano, decía media hora más tarde en conversación privada:
—Precisarán todavía veinte años o cien antes de que nuestra idea triunfe. Precisará que mueran los que actualmente creen en la idea. ¿Pero qué significa, en definitiva, una persona en el desarrollo de un pueblo, en el desarrollo de la Humanidad? Traté entonces de perpetuar estas opiniones mías en unos versos:
Puede ser que las columnas aquí presentes,
Que estas pardas columnas sin fin,
Se rompan, se disuelvan, arrastradas por los vientos Puede ser, puede ser...
Permaneceré fiel, abandonado por todos,
Llevaré la bandera, solo,
Mi boca aparentará pronunciar locas palabras Pero solamente conmigo se arriará esta bandera Que será orgullosa mortaja del caído.
En aquel tiempo de su depresión trabé conocimiento con otro rasgo predominante del carácter de Hitler: su hipocondría. Se creía enfermo de cáncer y estaba seguro de que moriría joven. Mientras estaba sentado acostumbraba a mover el cuerpo arriba y abajo. Al principio creí que aquellos movimientos exteriorizaban una gran tensión nerviosa. Pero un día me confió que le asaltaban con frecuencia grandes dolores en el diafragma y la región gástrica.
Durante mucho tiempo, la señora Elsa Bruckmann se esforzó en llevarle al médico. Hitler tenía un terror pánico a dejarse reconocer. Como todos los hipocondríacos, prefería permanecer en la incertidumbre sobre sus dolores, reales o imaginarios.
No hay que creer por ello que Hitler fuera un ser débil. En su vivienda de la Thierstrasse vi un día colgado de la pared un extensor y me dijo que cada mañana hacía ejercicios con aquel aparato. Los músculos de sus brazos y sus pectorales aparecían, por tanto, fortalecidos y duros. De todos modos, era aquél el único deporte que practicaba. No sabía nadar, ni esquiar, ni tan siquiera bailar.
Aquello hubiera debido hacérmelo un tanto sospechoso a mi joven naturaleza de entonces. Un hombre que reclamaba para la juventud alemana el culto del cuerpo y la máxima capacidad física y que no dominaba por sí mismo ninguna de las actividades deportivas susceptibles de apasionar a los jóvenes, habría tenido que resultar necesariamente sospechoso. Pero lo cierto es que es ésta una reflexión hecha muy a posteriori, ya que a la sazón no aplicaba las proporciones normales para medir a Hitfer. i
La señora Bruckmann consiguió finalmente llevarle al médico. Le reconoció el doctor Schweninger, hijo del médico de cámara de Bismarck. Dejarse tratar por él no lo consideró Hitler inferior a su dignidad.
El doctor Schweninger no encontró ningún síntoma peligroso, sino tan sólo una irritación crónica de la mucosa gástrica. Le dijo:
—Si deja de comer dulces y permanece alejado durante una temporada de cuanto sea carne, el estómago volverá a normalizarse.
Hitler se atuvo estrictamente a la dieta recomendada. Al cabo de unos tres meses, sus dolores habían desaparecido. Aquello fue a principios de 1929. Desde entonces, siguió siendo vegetariano, si bien no consiguió frenar su inclinación hacia los pasteles.